Llevo una máscara.
No de seda ni de oro.
Me dejaron el cuerpo abierto,
como una puerta forzada en la noche.
Día Uno.
Cincuenta pequeñas pastillas verdes.
El último suspiro en un murmullo de despedida.
Y me di cuenta de que mi amor por ti es real,
porque tú eres real.
Las lágrimas resbalan por mi rostro.
empapan mi piel.
Se hunden en mi carne.
como aguijones invisibles.
El dulce sonido de tu voz,
cuando me hablas,
eriza mi piel de pies a cabeza.
Aún fluye la vida, incandescente,
serpenteando por mis venas fatigadas.
Aún respiro, aunque sea un susurro,
un eco tenue que se aferra al alba.
La felicidad danzaba radiante cuando te tenía a mi lado;
el mundo se volvía un edén solo con tu presencia.
El aire era tibio y envolvente,
el cielo destilaba matices de ensueño,
la vida poseía un fulgor que ahora se ha extinguido.
Te encontré en mi juventud impetuosa,
bajo la luna cómplice de un delirio fugaz.
Te encontré… y desde aquella noche,
nunca más supe ser sin ti.
Tú no veías cómo se marchitaba,
o quizás sí,
pero, como yo, decidiste ignorarlo.