Cuerpo prestado

Me dejaron el cuerpo abierto,
como una puerta forzada en la noche.
No hubo gritos,
porque el miedo me amordazó la garganta.
No hubo resistencia,
porque mi alma ya estaba fuera de mí.

El silencio fue mi primera tumba.

Después vinieron las drogas
como manos tibias que no preguntaban,
que no juzgaban,
que no me miraban como si supieran
lo que pasó.
Me acariciaban los huesos
con promesas de olvido,
con anestesia en polvo,
con mentiras que sabían a alivio.

Me hice amiga del vacío.
Dormía abrazada al veneno
como si fuera el único que no quería herirme.
Y aún así, me rompía—
pero al menos me rompía despacio,
me rompía en pedazos que yo elegía.

La culpa era un monstruo
que hablaba con mi voz,
que me decía que fue mi culpa por existir,
por no haber escapado,
por haber confiado,
por tener un cuerpo.
Un cuerpo que ya no sentía mío.
Un cuerpo que me dolía mirar,
habitar, limpiar, tocar.

Quise desaparecer.
Ser humo. Ser sombra.
Ser nada.

Pero aún con el alma hecha jirones,
con el odio hacia mí misma tatuado en la piel,
algo dentro de mí —pequeño, herido, terco—
siguió respirando.
Como un animal que no sabe morir.

No soy una historia de redención,
soy una cicatriz que aprendió a hablar.
No soy una flor que renació del lodo,
soy la tierra misma: sucia, rota, viva.

Sobreviví.
Y eso duele más que morirse a veces.
Pero aquí estoy.
Temblando.
Luchando.
Aprendiendo que mi cuerpo
no fue hecho para ser campo de batalla,
sino templo,
refugio,
hogar.

Y aunque a veces me cuesta
mirarme sin asco,
sin culpa,
sin rabia…

Hoy sé que no fue mi culpa.
Hoy sé que respiro,
y que cada respiración
es una forma de decir:
estoy viva.

Y eso,
aunque duela,
es mi victoria.