Carpe Diem, Robin

      Han pasado ya tres años desde la muerte de Robin Williams, y todavía me cuesta escribir esa frase en tiempo pasado.
Tres años de negación.
Tres años repitiéndome, en silencio, que quizá todo fue una mentira, que en cualquier momento aparecerá en alguna entrevista, con esa sonrisa cálida y sus ojos brillantes, como si el dolor nunca hubiese existido.

Pero el dolor existió.
Y no fue solo suyo.

El día que supe de su muerte, algo dentro de mí se quebró con un sonido tan sutil y profundo que tardé semanas en reconocer que ese ruido venía de mi alma. Robin Williams no era solo un actor. No era solo un comediante. Era, para mí, una presencia constante. Un faro. Una compañía silenciosa en las horas más oscuras. Y su partida se llevó una parte de mí que aún no he logrado recuperar.

La primera película que vi de él fue Jack (1996). Yo tenía apenas cinco años, y aún recuerdo la mezcla perfecta entre risa y ternura que provocó en mí. Jack no fue solo una película; fue una experiencia emocional que marcó mi infancia y moldeó mi sensibilidad. Con los años vinieron muchas más: Mrs. Doubtfire, Dead Poets Society, Good Will Hunting, The Birdcage, Patch Adams, Aladdin... Cada personaje, cada gesto, cada frase cargada de humanidad dejó una huella en mi corazón. Robin no interpretaba personajes. Robin se convertía en ellos y, a través de ellos, nos tocaba el alma.

Era alegría en su forma más pura, pero también tristeza disfrazada.
Era el tipo de artista que hacía reír mientras él mismo se rompía por dentro.
Y eso es lo que más me duele: saber que un hombre tan generoso, que dedicó su vida a arrancarnos sonrisas, llevaba dentro de sí una tristeza tan profunda, tan silenciosa, que ni siquiera nosotros—sus millones de fans—pudimos notarla a tiempo.

Su lucha contra la depresión terminó como tantas otras: en silencio.
Y aun así, incluso en su final, dejó un legado de amor, risa, compasión y empatía.
Nos enseñó que la comedia puede ser un acto de amor.
Que hacer reír también es una forma de salvar vidas.
La suya, quizá por un tiempo. La mía, tantas veces.

En 2017, sin saber en qué mes ni qué día exactamente, decidí tatuarme su imagen.
No como un gesto de tristeza, sino como una promesa.
Un recordatorio eterno de que existió un hombre que cambió mi vida sin conocerme.
Que me enseñó a ver belleza incluso en el caos, y a seguir adelante cuando todo parecía oscuro.
Que me mostró que ser vulnerable también puede ser un acto de coraje.

Robin Williams fue, y sigue siendo, mi mayor inspiración.
Mi refugio emocional.
Mi ejemplo de humanidad.
Y aunque perdió su batalla, yo sé que si pudiera dejarnos un último mensaje, sería uno de esperanza.

Nos diría que no nos rindamos.
Que sigamos luchando.
Que la tristeza no nos define, y que incluso en medio de ella, hay lugar para la risa, para el arte, para los pequeños milagros.

Y por eso, lo recuerdo todos los días.
Con amor.
Con gratitud.
Con el corazón en la mano.

Carpe diem. Seize the day, boys. Make your lives extraordinary.
—Robin Williams, Dead Poets Society (1989)

IMG_6831.JPG